La vez que el portabidón se soltó y me comí la cuesta sin agua
Hay cosas que se aprenden a base de sudor, y nunca mejor dicho. Esta historia empieza como muchas de las mías: confiado, medio dormido, y con la bici "lista" según yo. Revisión rápida, presión más o menos bien, la cadena sonando decente, y... el portabidón, pues ahí estaba, ¿no?
O eso creía yo.
Salimos temprano, día caluroso. Primera parte de la ruta, todo bien. Rollo tranquilo, charleta, sol entrando por el monte… hasta que llegamos al repecho largo. Ese que todos sabemos que no se sube bien si no vas hidratado.
Me levanto del sillín, empiezo a darle fuerte, y en mitad del esfuerzo voy a coger el bidón… y no está. Ni rastro. Ni bidón, ni portabidón. Solo los dos tornillitos sacados como si alguien los hubiera aflojado a mano.
No sé si fue por las vibraciones, por el calor, o por no revisar nada desde hace semanas. Pero el resultado fue el mismo: me comí la cuesta sin agua, seco, fundido y con la lengua pegada al paladar como si fuera papel de lija.
Desde arriba vi el bidón tirado en la cuneta, 200 metros atrás. Y ahí entendí dos cosas:
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Que nunca más salgo sin revisar bien cada tornillo, y
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Que hidratarse no es una opción, es la diferencia entre subir bien y acabar arrastrándote como un lagarto deshidratado.
Ahora llevo herramienta multillave en cada salida, reviso los portabidones antes de cada ruta, y además llevo un segundo bidón en el bolsillo del maillot si hace calor. Porque prefiero ir con uno de más que quedarme seco en mitad de una subida con nombre propio.
Hazme caso: aprieta los tornillos, cuida el material y, sobre todo, no subestimes lo que puede hacer un portabidón mal montado.
—Luismi, el que subió seco… y bajó buscando el bidón.